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lunes, 11 de diciembre de 2006

Capítulo 4: Donde coño está mi MP3

No era, desde luego, un local de lujo, pero el Peco´s sabía tratar a su clientela: El baño, aceptablemente sucio, estaba provisto de una no escasa colección de pornografía que abarcaba desde el Playboy – el más reciente databa del ’89 – hasta la prestigiosa publicación Pelo en Pecho – solo para muy hombres - , y es que hasta el Peco´s se dejaba caer una variopinta fauna. Pelayo, un hombre de gustos menos controvertidos, tomo para sí un ejemplar de Colmenaretas, jóvenes y castas.

¡PUUMMM! Tronó en los oídos de Pelayo, como un salvaje anticlímax, justo cuando llegaba al desplegable de la reina de las fiestas del pueblo enseñando las rodillas.
Aun aturdido, tardó varios segundos en darse cuenta que salía del baño con los pantalones por las rodillas; parando para subírselos, pudo captar una conversación que se desarrollaba en el bar.

“¡Donde coño está mi MP3!” – gritaba una voz grave, profunda – “no lo voy a repetir más veces”.
“Por favor, no me haga daño” – sonaba Manoli, acentuada por el miedo – “ya le he dicho que no conocía de nada a este tipo, se lo juro”.
“Mira golfa, te doy 3 segundos para que me digas donde habéis escondido el puto MP3, o seguirás la misma suerte que este desgraciado” – sentenció el desconocido.

“No, por favor, por favor, le he dicho la verdad.” – suplicaba la mujer - “Lo único que sé de este tipo es que viene aquí de vez en cuando, y que trabaja en el edificio grande del final de la calle, el de la Telefóni...”

¡PUMM! De nuevo el sonido, ahora claramente identificable para Pelayo, del arma de fuego. Las tripas se le estrujaron y sintió ganas de vomitar, pero paralizado por el miedo, solo acertó a mantenerse en silencio y esperar que no le encontraran.

“Vamos Fran, es evidente que este imbecil no iba a serlo tanto como para traerlo consigo” – apremió una voz femenina, casi dulce – “Será mejor que nos marchemos cuanto antes”

Y después del sonido de la puerta al cerrarse y el estampido del coche calle abajo, solo silencio.
Durante lo que le pareció toda una vida, Pelayo no fue capaz de moverse; jamás habría imaginado que algo así podía ocurrir en el Peco´s, una tasca de mala muerte, sí, pero muy tranquila. Poco a poco, él no era hasta entonces un hombre acostumbrado a la acción, fue volviendo a la realidad y decidió salir de los baños. Cuantas veces había escrito sobre ello, pero que pocas había experimentado verdaderamente lo que era el miedo.

“Joder miedo, que estoy acojonado” – soltó en voz alta tratando de alejar sus propios fantasmas.

La escena que contempló no era mucho peor de lo que había imaginado, eran las ventajas de tener imaginación, pero volvió a sentir unas nauseas, que esta vez no pudo reprimir. Sobre la barra descansaba el cuerpo de Manoli, con la cabeza convertida en una maraña de pelo carmesí apelmazado. En el suelo descansaba, vuelto de lado, el personaje sobre el que debió descargarse el primer disparo. Pelayo, tratando de hacer regresar sus pelotas, cuello abajo, hasta su posición natural, se acercó a los cuerpos para comprobar, casi por instinto de telespectador, si tenían pulso o respiraban. Casi se alegró de que Manoli estuviese más tiesa que un zoofílico a la puerta de Faunia, pero no tuvo tanta suerte con el desconocido; aun respiraba. Se trataba de un hombre bastante corpulento, aunque no gordo, de cabello moreno rizado pegado a la cara por el sudor. Al cruzar su mirada con la del tipo, este pareció reaccionar, desencajando el gesto y apretando con fuerza el brazo con el que Pelayo le incorporaba.

“El MP3, no debe encontrarlo” – susurró – “no debe encontrarlo”.
“Tranquilícese amigo, se pondrá bien” – mintió Pelayo, sorprendido por la indiferencia que sentía hacia el personaje – “suélteme para que pueda ir a pedir ayuda”.
“No, no hay tiempo, no me queda mucho tiempo” – respondió el hombre – “necesito que me ayude, por favor”.
“No veo en que pueda ayudarlo, caballero” – Pelayo veía que no se iba a librar del muerto tan fácilmente – “Déjeme que pida ayuda, es lo mejor”.
“Escúcheme, estúpido, esto es importante” – el desconocido parecía recuperar fuerzas, o perder la paciencia.
“Oiga, no insulte” – dijo sorprendido – “Como se ponga tonto me voy, le dejo aquí, y encima le levanto la cartera, que por otro lado no me vendría mal porque no se como voy a pagar el alquiler de este mes...”.
“Me cago en mi puta suerte, me ha ido a tocar el tonto” – interrumpió el personaje – “A ver, escúcheme porque no se lo voy a repetir; tampoco creo que me llegue el aliento para hacerlo, así que présteme mucha atención”.
“A ver, tarado, si se queda a gusto soltándome el rollo antes de guiña... ejem, bueno, venga, suéltelo ya” – dijo Pelayo.
“Ese hombre que se ha marchado venía buscando algo, pero jamás debe encontrarlo. No se trata exactamente de un MP3, sino de lo que hay grabado en él. Yo no lo tengo, pero sé como encontrarlo.” – explicó el hombre, entre toses – “Debe buscar a una mujer que ..”.
“Joder, aquí el listo; ya sé yo que debo buscar a una mujer” – cortó de nuevo Pelayo – “ que te crees, ¿qué me voy a pasar la vida secándome la médula en el retrete del Peco´s?”.
“Porque señor... porque...” – se lamentaba el hombre, ya perdiendo la poca voz que le quedaba – “Busca a una mujer llamada Elena, Elena Martinez. Trabaja de recepcionista en el hotel Gran Caudillo ****. Encuéntrela y dígale que va de mi parte, de parte de Javier Arenas. Dígale que conoce los números”.
“¿Qué números conozco?”.
“Ya, hostia, ya” – rezongó el moribundo – “1 11 21 1112 3112, recuérdelos bien, 1 11 21 1112 3..” – se interrumpió por un fuerte ataque de tos.
“¿Está usted bien?” – preguntó solícito Pelayo.
“Estoy maravillosamente, pasa que toso para darle emoción a la escena, no te j...” – un fuerte estertor dio fin a la conversación.
“Coño, se ha quedado tieso el tío” – soltó Pelayo casi con alivio – “ 1 11 21 1112 3112, manda huevos, que será eso, ¿los euromillones de este mes?”.

Aun dándole vueltas se incorporó, indeciso. No tardo mucho en darse cuenta de que la escena no era demasiado idílica: 2 cadáveres y él solo allí, como supuesto único testigo pero sin poder decir nada del asaltante, mas que su nombre, Fran. La policía no iba a quedar muy satisfecha de ese testimonio, así que rápidamente tangó una botella de Dyc 7 años – su whisky favorito pese a que teniendo en cuenta que no existía semejante añada de Dyc, tenía q ser a la fuerza garrafón con etiqueta sacada del photoshop – y salió rápidamente, dando gracias de que, como sucedía en las malas novelas policíacas, la policía aun no hubiese hecho acto de presencia a esas alturas.

lunes, 4 de diciembre de 2006

Capítulo 3: la cruda realidad

¿Susan? Ja, ja, ja, ja, ¿qué mierda es esta?
Lo que usted me pidió - balbuceó Pelayo mientras trataba de salir de su asombro. Allí estaba por enésima vez frente a la mesa del más temible de los editores de la editorial Cerbera. Sus anteriores escritos habían sido rechazados cruelmente, pero tenía muchas esperanzas en este. Había tratado de poner toda su alma en él, pero se enfrentaba al imbécil más grande de todo la comarca.
Mira, cuando te pedí un libro de aventuras actual y modernito no me refería a esta bazofia - gruñó Zacarías - quería algo que enganche al público, con tías en pelotas, grandes orgías, disparos y mucha acción.
Pero .... - trató de meter baza Pelayo.
Ya he perdido mucho el tiempo contigo - bramó finiquitando la conversación - Y que manía os ha dado por los nombres extranjeros, ¿no te has enterado que estamos en España. Ay, si levantase la cabeza el Caudillo se iban a terminar estas tonterías y zarandajas. Salga de mi despacho y no vuelva hasta que tenga algo en condiciones - gritó escupiendo exageradamente Zacarías.

Antes que pudiera ni siquiera recoger el original, se veía en la calle, habiendo sido sacado con malos modos del despacho por una especie de orangután de uniforme. La verdad que no ha sido para tanto - pensó Pelayo - la vez anterior fue peor.

Pelayo era la típica persona soñadora, que un día se levantó y supo que su futuro era manchar hojas hasta convertirse en un nuevo Stephen King. Pero hasta ahora no había tenido más que fracasos como el de ahora. Sus grandes sueños se estaban tornando en una frustración que le envolvía y no le dejaba crear nada bueno. O nada bueno para aquel imbécil de editor aceptase. Actualmente, la línea editorial de Cerbera estaba perdiendo el rumbo, habiendo sido mal aconsejada y peor gestionada.

La noche caía con su negro manto y las luces de los locales de alterne daban luz a su lúgubre calle. Voy a parar en Peco´s y me tomo algo - masculló frunciendo el entrecejo, tratando de engañarse. Llevaba muchos años siguiendo esa rutina, pero él se negaba a aceptarlo. Él se prefería ver como un bohemio antes que como un alcohólico, putero y fracasado ser humano.

¿Qué va a ser? ¿Lo de siempre Espronceda? - Se burló Manoli mientras abría la botella de Dyc gran reserva 7 años que rellenaba de garrafón toda las noches.
No, hoy voy a cambiar. Necesito un cambio en la vida. Mejor sorpréndeme, ponme lo más fuerte que tengas - dijo Pelayo mientras se alegraba la mirada con los pechos ya mustios de Svrenika, una rusa que vino a España hablando cuatro idiomas y con dos carreras y que se dedicaba a hablar sólo una.
Bueno, tu verás - aseveró Manoli mientras vertía el negruzco contenido de una vieja botella en el aún más oscuro y asqueroso vaso que había limpiado con el mandil. Y es que Peco´s no era un local de lujo, desde luego.
Pelayo bebió de un trago ese mejunge, dejó unos euros sobre la barra y se dirigió al servicio.


lunes, 27 de noviembre de 2006

Capítulo 2: Escalofrío

Un intenso y seco dolor inundó la cabeza de Edward y se extendió rápidamente por todo su cuerpo, privándole momentáneamente de todos sus sentidos. La fuerza desapareció de sus piernas y cayó al suelo dejando un reguero de sangre y saliva en el aire, que instantes después se posaría sobre su cara.

Aturdido, intentó ponerse de nuevo en pie, pero solo lo consiguió a medias, quedándose sujeto sobre sus rodillas y codos. De nuevo, otro dolor le invadió el cuerpo, esta vez con origen en su cavidad abdominal. La inercia del golpe le hizo darse la vuelta y quedar tendido boca arriba. A duras penas consiguió entreabrir los ojos y ver a su agresor a través de una densa capa de sangre.

"¡Levántate, gandul!" – bramó una voz ronca, aunque Edward solo acertó a oír "...ate, ...dul" con sus todavía doloridos oídos.
"Sí, señor" – intentó pronunciar mientras la sangre que recorría su cara entraba en su boca, dejándole un cobrizo regusto en la lengua.
"¿Acaso no recuerdas las indicaciones que te di ayer?" – inquirió la ronca voz
"Ehh, sí, claro, las indicaciones" – Edward intentaba ganar algo de tiempo mientras se alzaba tambaleante e intentaba concentrarse en la pregunta formulada por su agresor. Tarea difícil, pues sentía que la cabeza le iba a estallar de un momento a otro.
"¡Despierta ya, maldito hijo de puta!" – con un diestro revés propinado en la boca, la voz ronca consiguió dar al traste con el intento de Edward de levantarse.
"Verifica de nuevo el rumbo y ven a verme cuando lo hayas hecho" – ordenó la voz.

Edward quedó postrado unos minutos, intentando poco a poco recobrar sus facultades. Cuando se halló con suficientes fuerzas, subió a cubierta y se dispuso a escudriñar el cielo con el astrolabio para intentar averiguar cual había sido su error. Tras un minucioso vistazo y unos rápidos cálculos, Edward se dirigió al castillo de popa.

"Maestro Hawk, nos hemos desviado dos grados ... " – empezó a decir Edward tímidamente.
"Ya me he dado cuenta, imbécil" – interrumpió Hawk – "Lo que quiero que me expliques es porqué nos hemos desviado del rumbo".
"No lo sé, señor. Anoche realicé las mediciones dos veces ya que el cielo estaba cubierto de nubes, tal y como me habéis enseñado" – intentó justificar Edward.
"¿Me estás diciendo qué te he enseñado mal, grumete insolente?" – preguntó Hawk.
"No señor, solo digo que no sé lo que ha podido pasar para ..." – empezó a explicar Edward.
"Yo te lo diré, Ed" – volvió a interrumpir Hawk – "lo que sucede es que te has equivocado. Y en vez de cargar tú con la culpa, pretendes que lo haga otro. Por tu pequeña cabeza solo pasan historias de grandes bucaneros, exitosos filibusteros y lujosos tesoros. Pero todavía tienes que aprender muchas cosas. Y una de ella es reconocer tus propios errores".

Edward recordaba esas palabras de su antiguo maestro, que le había comprado en una feria de esclavos a la tierna edad de 5 años, mientras se acariciaba la cicatriz que atravesaba su frente, recuerdo de aquel día de su octavo cumpleaños. Y el regalo que recibió de su maestro, aparte de la cicatriz, fue una visita al burdel que Hawk solía frecuentar, el único lo suficientemente falto de fondos como para permitir la entrada de ese feo, desagradable y cruel corsario conocido como Hawk.

En aquel momento, Hawk no sabía que Edward no solo iba a reconocer sus errores, sino que se vería obligado a cargar con los errores de otros. Y las consecuencias que pagaría por ello serían terribles. Edward tampoco sabía en aquel momento que las enseñanzas de su maestro, tanto en materia de navegación como en muchas otras, le salvarían la vida en varias ocasiones.

Al fin, la suave caricia del primer rayo de sol mañanero se posó sobre su piel provocándole un agradable escalofrío, intensificado tras haberse pasado toda la noche remando y soñando bajo la lluvia. Solo la sensación de un dedo femenino recorriendo su espalda era capaz de producirle más placer.

La pequeña cordillera central de la isla Douph emergió del anaranjado horizonte envuelta en una ligera neblina. En unas pocas horas, Edward alcanzaría la costa, atravesaría la selva (no iba a ser tan idiota como para tomar tierra cerca del pueblo) y se dirigiría al pequeño puerto de pescadores de isla Douph. Lo haría mientras una única palabra retumbase dentro de su cabeza, como había retumbado durante los últimos años:

Susan.

lunes, 20 de noviembre de 2006

Capítulo 1: Para siempre es demasiado tiempo

Las luces y los gritos fueron poco a poco absorbidos por la lluvia y la noche. Afortunadamente conocía aquella parte de la isla mejor que nadie, y era improbable que los guardias pudieran alcanzarle ya.

Estaba agotado, pero la sensación de libertad, que tanto había extrañado, y la inquietud de volver a ser atrapado le impedían apenas descansar. Tras meditarlo unos instantes, decidió que invertiría sus últimas fuerzas en alcanzar el puerto; era muy arriesgado habiendo pasado tan pocas horas desde que escapó, pero una noche tormentosa como aquella podía ser un aliado determinante. Además nadie le creería tan loco como para intentar aventurarse en el mar con aquel tiempo, en la oscuridad; ya le habían subestimado una vez aquel día, tal vez fuese así de nuevo.

"Edward Drummond, se le acusa de los siguientes delitos" - dijo el juez - "Robo con violencia, y asesinato"

El puerto no estaba lejos, y él se movía rápido. Su padre le había legado un físico envidiable; eso y el amargo sabor de verse solo en el mundo apenas cumplidos los 2 años. Henry Drummond, según pudo leer en las cartas que le dejó su madre, había sido un marino inglés, que sirvió en la armada durante 15 años, hasta que cayó muerto en un enfrentamiento con la flota española. Otras personas, sin embargo, cuestionaban abiertamente esa versión, afirmando que Henry no era más que un corsario, que se servía a sí mismo, y encontró merecida muerte. Su madre, Virginia Alonso, había nacido en un pequeño pueblo de la costa norte de España. Conoció a Henry en uno de los viajes de este, cuando se detuvieron en el puerto donde el padre de Virginia faenaba. En realidad no tenía muchos más datos sobre ellos, apenas esas líneas escritas como despedida. No era algo que le perturbase excesivamente, había aprendido a vivir con ello y no aspiraba a averiguar más que lo que casualmente pudiese caer en su camino. Su verdadero problema era no saber hacia donde caminar.

Las primeras luces del pequeño puerto de Scabb ya asomaban sobre la rocosa montaña por la que Edward se había acercado. Como había previsto, varias patrullas de guardias y soldados de la isla patrullaban la zona, pero sin excesivo interés; le resultaría fácil acercarse desde el agua, una vez llegase abajo. Como en la mayoría de las islas del Caribe, contaba con un buen número de barcos extranjeros, algunos de ellos realmente magníficos. Pero él necesitaba algo pequeño, algo accesible, aunque inevitablemente frágil. Se creía perfectamente capaz de alcanzar la vecina isla de Douph en uno de esos pequeños botes, no obstante, a sus 25 años, era el mejor marino en muchos kilómetros a la redonda. Sus días habían trascurrido entre barcos y puertos. Sus noches, entre tabernas y camas que no eran la suya. El corazón le latía fuerte cuando entró en el agua, pero el contacto del mar le tranquilizó, siempre lo hacía. Más incluso que cualquier mujer, más incluso que el afilado acero o la sangre.

"¿Cómo se declara el acusado?" - el juez le miró fijamente. El silencio de la sala se hacía tremendamente opresivo.
"Señor Drummond, le he hecho una pregunta" - exclamó el juez, que rápidamente recuperó la compostura - "¿Cómo se declara?"
"..Culpable" - apenas un áspero susurro, que sin embargo todos pudieron apreciar.

La barca era perfecta. Se encontraba en una zona donde no le resultaría difícil ocultarse de las miradas, ya que un enorme galeón tapaba completamente la visión desde el puerto. Los alimentos que había podido robar durante la huída le iban a resultar verdaderamente útiles; el bote, como era costumbre entre los pescadores, contaba con un pequeño depósito de agua, que aunque no estaba fresca, sería suficiente para llegar a Douph.

"De acuerdo" - el juez esbozó una ligera sonrisa que solo Edward pareció notar - "Teniendo en cuenta la enorme gravedad de los delitos cometidos, este tribunal le condena a pasar el resto de su vida en la prisión de Scabb. Estará allí para siempre".

El agua se abría al paso del bote. La oscuridad y su destreza habían sido suficientes para esquivar los últimos intentos de la guardia por atraparle. Dejó que la lluvia lo espabilase. La noche iba a ser larga.

"Para siempre.... para siempre es demasiado tiempo, juez".